Dice Ángel Quintas, campeón de los percebeiros: "Un mar ten ollos, está sempre ao axexo" (El mar tiene ojos y está siempre al acecho). Esta semana que ahora termina me he puesto un traje de verano en el que mentalmente percibo una inexistente mancha en la solapa y me ha traído gratos recuerdos gastronómicos de tiempos pasados, con albariño y percebes, por lo que los saboreé una vez más, aunque no tenían el gusto de los que, hace ahora diez años, probé por primera vez. Cuando os cuente la anécdota del descubrimiento de este apreciado marisco, lo más suave que me vais a llamar es “paleto” o mejor dicho, “ignorante” o “percebe”. Reconozco que no tengo perdón gastronómico y es que uno viene de donde viene con lo bueno y lo menos bueno.
En el verano de 1996 fui enviado a Madrid para colaborar en la reconstrucción técnica de la Confederación Española de Empresas de Formación. Todo un verano en la Gran Vía, ¡uf!, menos mal que el restaurante gallego de la zona atenuaba el martirio de estar separado cinco días a la semana del mar, pero el proyecto merecía la pena.
En el previo a una de las muchas y agotadoras reuniones del Comité Ejecutivo Confederal, relataba el Secretario de la Directiva, gallego de pura cepa, como había estado cogiendo percebes el fin de semana. Me sorprendió lo dificultoso de las capturas, largas miradas al mar, lectura pausada de la roca, espiar la espuma, estudiar la bajamar y la pleamar; en síntesis, todo un ritual.
Y voy y digo: Antonio ¿tan difícil es pescar esos peces? (en mi mente se infiltró el salmonete). Extrañado, me miró a los ojos, sabio él, detectó mi desconocimiento (semanas después me sacó de mi ignorancia). Y va y dice: Manolo, para el próximo encuentro traeré percebes capturados en los acantilados de la Costa da Morte. Cavilé que esa especie de salmonete debería brincar bastante en las bravías aguas de esa abrupta costa.
Y llegó la siguiente reunión y se presenta el Secretario con una caja de corcho, cerrada, refrigerada, que pesaba entre cinco y siete kilos. Aquí llegan los percebes, que los lleven al gallego y que los preparen para las dos y media. Pensé que estaba loco, ¡mirá que traer en el avión, en sus rodillas, peces!. Terminó la reunión y bajamos al restaurante. Llega el camarero con una bandeja larga con unas cosas extrañas, como pequeñas patas sucias de animales quiméricos, con cascos en forma de uñas. ¡Ahí tienes los percebes, Manuel!
Después de la tronada, unísona y eternamente dilatada carcajada de todos los comensales (diría que de todos los que estaban en el restaurante) me dieron una clase magistral sobre este crustáceo (Pollicipes cornucopia). Me impresionó todo, desde su carácter hermafrodita hasta su difícil hábitat, pasando por la importancia del agua de mar, densa, salina, limpia y batida y del agua dulce de la lluvia y del sol para su crecimiento y desarrollo. Los solitarios percebeiros son valientes hombres y mujeres que se descuelgan por los acantilados y brincan entre piedras de espuma. Dice el poeta Manuel Antonio "estamos sós, o mar e máis nós".
Cocinar el percebe es relativamente sencillo. Se cuecen no muy agrupados, a ser posible con poca agua de mar o, en su defecto, con agua dulce y un puñado de sal gorda. Cuando el agua rompa a hervir se añade el crustáceo y después de cinco minutos de nuevo hervor se pone en una fuente, escurridos y cubiertos con un paño de cocina, para consumir caliente.
Pero ahí no queda la cosa. Nadie empezaba a degustar ese manjar que me habían pintado. Me invitan a que hiciera los honores partiendo y comiendo el primero. Voy, cojo un pulgar de aquéllos y ¡hala! me salpicó un líquido en todo el reluciente y estrenado traje de verano. Menuda novatada y menuda nueva tronada y unísona carcajada. La semana que viene volveré a ponerme ese traje, emocionalmente me sienta bien (Imágenes incorporadas con posterioridad; fuente: sxc.hu).